El pasado mes de diciembre, el consejero de Economía del Gobierno de Cantabria, Ángel Agudo, realizó unas declaraciones según las cuales le parecía oportuno abrir un debate en torno a un nuevo modelo de financiación autonómica y que, concretando para Cantabria, se defendería un nuevo modelo partiendo de nuestras singularidades basadas, a su vez, en tres premisas fundamentales: lealtad institucional, efecto frontera y población. En definitiva, el titular de Economía reabría un debate que muchos consideramos necesario hacer desde hace ya mucho tiempo.
Y es que, en un contexto como el actual, Cantabria debe ser un interlocutor más en el debate general, no debiendo permitirse la licencia de quedarse al margen de posibles negociaciones y acuerdos como permanentemente ha ocurrido con los distintos gobiernos autonómicos, que se limitaban más a gestionar lo otorgado que a reivindicar las necesidades de nuestro pueblo.
El Gobierno por tanto, enarbola la bandera de un debate que se plantea necesario abrir al espectro social más amplio posible, puesto que sin duda se trata de un asunto de tanto calado que afecta no sólo a nuestro autogobierno, sino al bienestar de nuestra ciudadanía. Y ni esto ni lo anterior insistimos, son asuntos baladíes.
La petición de un sistema de financiación peculiar para Cantabria o, cuando menos, con unas determinadas premisas mínimas no son reivindicaciones nuevas. A comienzos del siglo pasado y como consecuencia de ciertos acontecimientos económicos unidas a reivindicaciones infraestructurales, distintos sectores de la burguesía cántabra solicitan un nuevo modelo de intercambio de flujos económicos con el Estado.
Los acontecimientos políticos del primer tercio de siglo truncan esta pretensión que, tras el paréntesis dictatorial, vuelve a tomar cuerpo en 1976 ya exigiendo un Concierto Económico para Cantabria colectivos empresariales, sindicales, vecinales, profesionales, sociales e incluso ayuntamientos y la entonces denominada Diputación Provincial.
Fue también un momento convulso en lo político y en lo económico que, en el medio plazo, liquidó cualquier reivindicación -al menos en Cantabria- y apagó la llama de cualquier debate al acceder Cantabria a su autogobierno a través de la constitución de la Comunidad Autónoma. No obstante, en la ciudadanía quedó el poso amargo de la asunción de una autonomía muy limitada y, en consecuencia, con un modelo de financiación no demasiado desarrollado.
Pero, lo que es peor, esa agria sensación se acrecentó durante las dos últimas décadas del pasado siglo, a pesar de los distintos modelos de financiación negociados -aunque más cabría decir otorgados-. Ello, y sobre todo la progresiva caída en nuestros índices comparativos de producción y renta produjeron una desazón considerable en la confianza del ciudadano que ya entonces como ahora, exige , cuando menos, tomar medidas y no limitar nuestro autogobierno a la mera gestión de políticas 'sucursalistas'.
Muchos lo entendimos así cuando entre 1997 y 1998 se desarrolló el debate para la reforma del Estatuto de Autonomía e incluso distintos colectivos y algún partido político solicitamos la incorporación de un nuevo artículo en el que constara que Cantabria subscribiera un convenio o concierto con el Estado para regular las relaciones fiscales y financieras respectivas. Un acuerdo que asumiera la «participación territorializada de nuestra Comunidad en los tributos generales no cedidos y contemplara aquellos instrumentos económicos y financieros que garantizaran un régimen justo, automático y sin poder de rescisión unilateralmente, susceptible de revisión de mutuo acuerdo». Y además se añadía que el sistema de financiación debiera atender «al esfuerzo fiscal, tanto en los impuestos generales sobre la renta personal y el consumo, como en la contención del déficit público, teniendo en cuenta los criterios de responsabilidad fiscal y solidaridad interterritorial».
Pero la dificultad de la inclusión de este artículo en nuestro Estatuto por el escaso compromiso de los grupos parlamentarios, obligó a muchos a añadir, por lo menos, dos nuevos aspectos en la reivindicación del modelo de financiación para Cantabria. Por un lado el pago de la 'deuda histórica' no sólo en el sentido de la aceptación por parte del Estado del déficit contraído en la asunción de competencias -el Parlamento Cántabro ya había aprobado una resolución años antes en torno a este asunto-, sino también en la carencia de inversiones públicas estatales destinadas a eliminar los estrangulamientos endémicos; y por el otro, la toma en consideración, entre otros factores, de alguna singularidad cántabra como la orografía o dispersión demográfica en la definición definitiva del modelo.
Estas dos anotaciones que, recordemos, no sólo fueron reclamadas por ADIC, tampoco se asumieron al completo al quedar el pago de la 'deuda histórica' en una declaración de intenciones sin argumento y además recoger como algo insustancial la asunción de ciertas cuotas de singularidad en la Disposición Adicional Segunda de nuestro Estatuto más que como un aspecto determinante en la financiación de los servicios transferidos o a transferir.
Se cerró entonces otra vía para reclamar un modelo de financiación determinado, imponiendo el entonces Gobierno del Estado los acuerdos entre CiU y el PP, o sea, imponiendo el primer gobierno Aznar la necesidad de llegar a un pacto con los hoy satanizados nacionalistas a costa del interés general del conjunto de las Comunidades Autónomas; de hecho, las CC.AA. gobernadas por el PSOE no firmaron el acuerdo. Al igual que en los distintos modelos habidos hasta esa fecha 1980, 1987, 1992, 1997, Cantabria no influyó nada, ni hizo notar nada, ni incluyó cualquier reivindicación mínima. Y aunque aquel acuerdo de 1996 avanzó en la corresponsabilidad fiscal y buscó más ampliamente los principios de suficiencia, solidaridad y autonomía financiera, Cantabria no vio colmadas sus expectativas, asumiendo incluso competencias como la enseñanza no universitaria en las que la suficiencia se puso en tela de juicio.
Y, posteriormente, cuando en 2001 se revisó de nuevo el sistema y se llegó al actual modelo, tampoco Cantabria aportó gran cosa más que palabras de alabanza por parte de nuestro Gobierno hacia el del Estado por su bien hacer y demás. Porque de la deuda histórica y la Disposición Adicional Segunda nada de nada. El reloj le puso en hora el Estado y Cantabria no sólo no pidió, sino que ni siquiera rogó un mínimo receso para la puesta en marcha del nuevo modelo.
Y no es que el nuevo sistema sea ofensivo a Cantabria. Tiene cuando menos de entrada algo bueno: se aprueba por unanimidad en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, pero sobre todo, se amplía el marco de cesión tributaria y las competencias normativas sobre los impuestos y se garantiza un nivel equivalente de servicios al margen de la capacidad fiscal de las CCAA mediante la creación del 'fondo de suficiencia'. Pero, por supuesto, hay que celebrar las bondades al mismo tiempo que hacer ver las críticas.
El sistema vigente con ser a priori positivo y aún sin saber exactamente su resultado en los años 2002 y 2003, no tiene por qué ser estático -recordemos que tiene una duración ilimitada- y debe ser susceptible de ser modificado o al menos debatido. Y es que a nuestro juicio, el sistema debe avanzar a la par de la descentralización, dirigiendo su camino sin perder de vista la suficiencia y la solidaridad interterritorial.
No debemos olvidar que cada Comunidad tienen unas peculiaridades que deben ser atendidas y respetadas; nunca costará siquiera parecido hacer una carretera en Cantabria que en Palencia, al igual que nunca será igual la participación a la caja común de Cataluña que Cantabria. Y en el equilibrio y la gratitud está el éxito del sistema. Si las Comunidades Autónomas tienen presupuestos y haciendas propias, deben tener ingresos propios más allá de lo cedido por el Estado, creando incluso figuras tributarias sobre las que habría que tener las máximas competencias normativas y de gestión. Y estas competencias, así como la recaudación de tributos en suma, se podrían gestionar, por qué no, con agencias tributarias propias.
Aportar ideas para una mejor gestión de los servicios en consonancia con los principios de suficiencia, autonomía financiera, no interferencia en la libertad de mercado y solidaridad -los principios de la financiación autonómica -en un contexto fijado por el propio Ministerio de madurez en el proceso de descentralización y de más autonomía financiera y mejor asignación de los recursos, no implica más que buscar soluciones para los ciudadanos. Asignar, por ejemplo, al Fondo de Garantía una nueva cantidad en función de lo recaudado en la Comunidad Autónoma y las necesidades de financiación, con los mecanismos correctores necesarios para equilibrar las diferencias de renta entre Comunidades, no es romper, como dicen algunos; es avanzar.
Cantabria debe permanecer ajena pero alerta a las disputas de poder entre populares y socialistas. No debe caer en la demagogia unitarista del PP que anatemiza cualquier avance en la descentralización y en la consolidación y avance de los autogobiernos, ni en los peajes de un PSOE con más de un discurso en función de donde debe dar el mitin.
Cantabria debe aportar sus soluciones al debate general y no dejarse llevar por la marea como hasta ahora ha pasado. A nuestro Gobierno se le exige compromiso y firmeza y, desde luego, lo que nuestra autonomía nunca deberá aceptar son imposiciones que menoscaben nuestro poder de renta y nivel de bienestar, porque aceptar eso es, de entrada, hacer quebrar la solidaridad.
Descorrer la cortina para ver la realidad del escenario cántabro implica asumir cotas de compromiso e impopularidad, pero hoy por hoy, Cantabria no puede ni debe volver a perder el tren de la modernidad por unas negociaciones o reivindicaciones mal llevadas o ni siquiera planteadas. Nuestra comunidad debe ser un interlocutor más en el debate general, no debiendo permitirse la licencia de quedarse al margen de posibles negociaciones y acuerdos como ha ocurrido con los distintos gobiernos autonómicos