EDUARDO PERALTA LABRADOR: ARQUEÓLOGO E HISTORIADOR.

«EL TRIUNFO DE LA LUZ»

Autor del texto: José Ángel Hierro Gárate (historiador y arqueólogo).

El nueve de febrero de 1997 todo cambió. Quizá nadie recuerde hoy esa fecha, pero es fundamental. Para muchas cosas. Aquel plácido domingo, en plena temporada de exámenes de quienes estábamos en la universidad entonces, una portada en “El Diario Montañés” sacudió Cantabria hasta sus cimientos. “Arqueólogos cántabros aseguran haber hallado la mítica Aracillum”, disparaba el fulminante titular. Y allí estaba Eduardo Peralta, como cabeza visible y principal de un grupo de investigadores, dando una patada al aburrido tablero de todo lo que creíamos saber y poniendo patas arriba la historia y la arqueología de un momento trascendental de nuestro pasado: las Guerras Cántabras.

Aquel fue el primer cañonazo inolvidable de otra guerra, una larga y muchas veces sin cuartel, en la que victorias y derrotas, conquistas y pérdidas se fueron sucediendo durante los cientos de horas de trabajo de campo en los montes de Cantabria, Palencia y Burgos. Y también en las páginas de libros y artículos en revistas especializadas, Y en congresos y conferencias aquí y allá. Unas veces superlativo, otras espartano y siempre apasionado, Peralta obró el milagro de materializar lo que, hasta entonces, apenas había sido otra cosa que tinta sobre el papel; la mayor parte de las veces con forma de escritos sin más fundamento que las ocurrencias más o menos afortunadas del autor de turno. Paso a paso, combate tras combate, por su propia mano o por la de otros que siguieron su ejemplo y su estela, lugares que hoy forman parte de nuestro acervo y cuyos nombres evocan algunos de los momentos más épicamente trágicos de nuestra historia fueron surgiendo de entre las nieblas del tiempo. Y se abrió la puerta a reinterpretar otros ya conocidos y a señalarlos como lo que realmente habían sido siempre pero no habíamos sido capaces de ver hasta entonces. La Espina del Gallego, Cildá, Campo de las Cercas, El Cincho, La Muela, Castillejo, La Loma…

A él le cabe el honor de habernos enseñado que la conquista romana de la tierra de los cántabros dejó en nuestras montañas un reguero de huellas materiales con una entidad tal que no tiene apenas paralelos conocidos en todo el territorio del imperio romano. Y que los más de dos mil años transcurridos no han conseguido borrar, aunque quizá lo hagan ahora los macropolígonos eólicos y sus enormes aerogeneradores que, cual decenas de malvados Briareos, pronto agitarán sus aspas terribles sobre las ruinas de lo que fue y, a este paso, ya nunca más será. También es responsable de señalarnos el camino para buscarlas, estudiarlas e interpretarlas. No marcando líneas en un mapa desde una silla, en un escritorio de un despacho, ni dando órdenes a otros, no; sino abriéndolo él mismo, liderando fatigosas ascensiones a pie a montañas perdidas o comandando, al volante, épicas travesías en todoterreno. Y muchas veces jugándose -y jugándonos algunos con él- el tipo en el empeño.

Fueron aquéllos tiempos inolvidables. Los años de la “Arqueología Heroica”, cuando los que le acompañábamos en su aventura creíamos que estábamos, de verdad, haciendo historia; Historia de Cantabria, con mayúsculas. Haciéndola con nuestras propias manos al sacar del olvido, paletines y piquetas mediante, campamentos de campaña romanos, asedios y castros indígenas arrasados hasta los cimientos y reocupados por guarniciones legionarias. Un olvido no siempre casual ni libre de aviesas intenciones, porque, aunque ahora pueda sonar extraño, entonces una parte de lo político y alguna de lo académico se unían -y sigo sin entender por qué- en un más que decidido afán por conseguir que aquella parte de nuestra historia remota siguiera como había estado hasta entonces: enterrada. Los lectores más jóvenes no saben que hubo una época no tan lejana en la que, en los oídos de algunos, Cantabria, dependiendo de cómo y cuándo se dijera, sonaba a amenaza, a separatismo, a nacionalismo violento y a no sé cuántas majaderías más. Su nombre evocaba unos demonios que sólo existían, más allá de lo anecdótico, en las mentes calenturientas de quienes, para desgracia de todos, manejaban muchos y poderosos cotarros. Y pelear contra aquello no era apto para cualquiera, porque implicaba dejarse muchas cosas por el camino. Eduardo lo hizo y perdió mucho en el empeño, más de lo que la mayor parte de la gente sabe o imagina. Como le ocurriera a Prometeo, traernos aquella luz le supuso un duro y cruel castigo. Sin embargo y pese a que pudo perder la guerra en lo material, la ganó en la Historia. Hoy en día nadie discute sus argumentos de entonces ni sus aportaciones a la arqueología de esta tierra, por mucho que las filias y fobias personales puedan seguir estando ahí. Porque él tenía razón en lo principal: aquellos sitios eran lo que eran y estaban donde estaban. Y resultaban ineludibles para empezar a comprender de verdad qué sucedió en estas regiones brumosas del norte peninsular hace poco más de 2.000 años. Más allá de ficciones más o menos interesadas y de arraigados relatos cargados de prejuicios y lugares comunes.

No es que este asunto sea el único que le sitúa en un lugar destacado entre quienes han contribuido a dar lustre a la historia y la arqueología montañesas en las últimas décadas, pues ahí están sus ya clásicos trabajos sobre los propios cántabros prerromanos o las estelas discoideas gigantes. Pero, en mi opinión, siempre será recordado por haber disipado las tinieblas e iluminado uno de nuestros momentos más desconocidos, el de la conquista romana. Como esos héroes míticos de los que tantas veces le hemos oído hablar, al final acabó con el dragón -de la ignorancia y la mala fe- y derrotó a la oscuridad. Y nos trajo la luz, le pese a quien le pese.


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